Llegó el miércoles y en el barrio pocos sabían que por la tarde se jugará un partido de la liga de fútbol. El encuentro no culminó el domingo porque al árbitro lo atacó un dolor de barriga intratable. Por esos días, yo vivía con una fijación extrema por el cebiche que vendían las vivanderas del estadio. Más que por ver fútbol, iba al campo para comer.
En ese tiempo, Paita seguía siendo un proyecto inacabado, un tablazo invadido por vecinos hambrientos de viviendas. Era, también, una pueblo con miedo luego de soportar el diluvio del año pasado. Sin animar a ningún amigo para me acompañe, caminé solo al estadio sorteando polvo, huecos y perros. De rato en rato clavaba la mano al bolsillo y jugaba con las monedas que me servirían para costear el cebiche aquel.
Los niños, como yo, no pagaban entrada. Esperábamos en la puerta hasta que un adulto nos jale del brazo y nos haga entrar. Extender la mano siempre ha sido un camino a la felicidad. Empezó el juego y ninguna cebichera había llegado. Ya llegarán, anhelé. Mi mirada no estaba en el campo, sino en la puerta para ser el primero en advertir el ingreso de esas cocineras que armaban sus mesas al lado de la única tribuna del estadio. Pensaba en las presas blancas de pescado, en la acidez y el picor de ese plato. Mis evocaciones desencadenaban un lujurioso aniego de saliva y un instintivo movimiento de piernas, las cuales se alistaban para salir corriendo cuando las vean llegar. Terminó el primer tiempo y nada. Ya vendrán, seguía esperanzado. Acabó el partido y nunca aparecieron.
Emprendí el regreso igual como llegué: solo y sorteando polvo, huecos y perros. Casi a mitad de camino, de una casa sin pintura, una de las vivanderas apareció. Cargando una tina de agua llegó hasta la mitad de la calle y regó el líquido para apaciguar el polvo. Su presencia me paralizó, pero de inmediato retomé el pasó. Sin embargo, solo avancé hasta la esquina. Regresé por un impulso que nunca supe descifrar. La vivandera, una señora de brazos anchos y de falda de poliéster encima de las rodillas, había regresado a su casa. Me planté cerca a esperar que vuelva a salir. En ese tiempo se vivía con las puertas abiertas. Desde el interior notaron mi presencia. Enojada, la mujer se asomó y me preguntó qué quería. A usted, le dije como adulto.