A la una y cuarenta y tres de la tarde, hora peruana, Lionel Messi levantó la Copa Mundial de Fútbol. Es una imagen que traspasa. Un hombre, con diagnóstico de enano, se encumbra como el futbolista más grande del deporte más inmenso de la tierra. Un deportista que lo había ganado todo en sus clubes y, hasta hace un par de años, lo perdió todo con su selección, protagonizaba la escena que simboliza la cúspide del balompié mundial. Argentina campeona y él, 35 años y en su último partido de un Mundial, demuestra que el fútbol duele y alivia.
Lo merecía, claro; pero este juego de once contra once no es de merecimientos. Así vayas ganando 2-0 cuando falten diez minutos para que te corones campeón. Era un estupendo resultado para Argentina, pero un mal marcador para una final del mundo. Argentina estaba en todas y Francia, en nada.
¿Partido fácil?
Messi y compañía se enfilaban a la victoria gracias a un penal dudoso, que embute la teoría de que, a través, de los árbitros, se ayudaba a los sudamericanos para que se lleven la copa, y un golazo de Di María, luego de un contragolpe holístico: lo tuvo todo.
No era un encuentro de fuerzas parejas, sino una asimétrica batalla. En el campo había un señor y, al otro lado, un vasallo. Uno jugaba con ensoñación y el otro con turbación.
Cuando se está ganada con facilidad, cuando se doblega como trenza al rival, aparece el relajamiento. Es una regla del fútbol: en la pichanga y en la final de las finales. En Argentina, incluso, el marcador y el juego a favor inocularon arrogancia: sentimiento de satisfacción por los logros/vanidad, exceso de estimación propia. Se exhibió, además, despreocupación y distancia entre la responsabilidad y la urgencia. Se olvidó el presente y se pensó en el futuro.
Es más, desde el banco de suplentes llegó un mensaje contundente que alimentó la falta de rigor y la displicencia: cambio de Di María. La daga que había cercenado a Francia (penal y gol) dejaba el campo para que ingrese el fortachón Acuña. Entonces, al igual que frente a Países Bajos, a la Argentina le volvieron a empatar un resultado 2-0 a favor. “Nuestro destino es sufrir”, justificó, luego del encuentro, el arquero —perdón, héroe— Dibu Martínez.
No era un encuentro de fuerzas parejas, sino una asimétrica batalla. En el campo había un señor y, al otro lado, un vasallo. Uno jugaba con ensoñación y el otro con turbación.
En el ínterin, un fantasma se regeneró en un individuo de carne y hueso: Kylian Mbappé. La estrella francesa se despertó de una pesadilla y en un minuto convirtió dos goles: de penal y el otro, marca registrada de él: de primera, casi cayéndose en el área.
Entonces, empezó a forjarse la mejor final de todos los tiempos de los mundiales.
La vida cada cuatro años
¿Qué es un Mundial de fútbol? No es un deporte, aclara el mexicano Juan Villoro. Felizmente, no es un deporte. El mundial es una fábrica de instantes personales y recuerdos colectivos, elaboró el argentino Ignacio Fusco.
Yuval Noah Harari explica que tres revoluciones importantes marcaron el curso de la historia: la cognitiva, que empezó hace 70 000 años; la agrícola, la cual aceleró el progreso humano hace 12 000 años; y la científica hace 500 años. Gracias a la revolución cognitiva, el hombre empezó a crear ficciones: combinar la realidad con la imaginación.
Eso es un mundial de fútbol: una ficción, una mezcla de los concreto con lo ideal.
Escribimos ficciones para tener las vidas que la realidad no nos brinda, explica Mario Varga Llosa, en su ensayo La verdad de las mentiras. Las ficciones nos zambullen en un universo que nos inyecta emociones, experiencias y conocimientos, que el mundo tangible y concreto nos priva. “El pacto de la ficción es suspender el mundo de la realidad, de sus valores, sus parámetros, de la vida de siempre, para vivir esa ficción como si lo fuera todo”, dice y profesor Martín Kohan.
Y producimos ficciones, porque las necesitamos. Como el fútbol o el Mundial. Como el mes que hemos vivido. Como el partido que hemos jugado todos hoy, 18 de diciembre, a una semana de Navidad. En él hemos sido todo lo que hemos querido: más humanos, más hermanos, más familia.
A pesar de que un virus insolente anda, todavía, por allí, nos hemos abrazado más. Y más cuando, Francia, el vasallo, se convirtió en señor, y se acordó de competir. Entonces, condiciones parejas y cualquiera puede ganar. Emociones irrespirables y calamitosas. Devastación. Torbellinos. Las emociones son sentimientos muy penetrantes liberados por hechos en concretos.
Y producimos ficciones, porque las necesitamos. Como el fútbol o el Mundial. Como el mes que hemos vivido. Como el partido que hemos jugado todos hoy, 18 de diciembre, a una semana de Navidad. En él hemos sido todo lo que hemos querido: más humanos, más hermanos, más familia.
Epílogo soñado para Argentina campeona
En el minuto 108, Messi anotó el 3-2 y otra vez las cosas en su lugar. Las emociones son sentimientos muy intensos liberados por hechos en concreto. Luego del chamuscón, la historia volvía a sonreír para el equipo de Scaloni. Pero, el destino ya había decidido que este sea un partido de leyenda. Mbappé volvió a anotar de penal y otra vez, un movimiento telúrico en el alma. Y hubo otro más: el Dibu Martínez estiró el pie y evitó el gol de Francia cuando el tiempo se cumplió.
El mundo se preparó para las réplicas: los penales.
Otra vez, el arquero argentino gigante. Tapó un tiro. El otro se fue afuera. Como ante Países Bajos, él ganó el partido y Messi el campeonato.
“No hay ninguna actividad humana que promueva el sentido de pertenencia como el fútbol”, propone Jorge Barraza. Por eso, en Sudamérica se celebra el título de Argentina como si fuera de nuestro propio país. Por eso, hemos sufrido de tanto y gozado mucho.
A la una y cuarenta y tres de la tarde, hora peruana, Lionel Messi levantó la Copa Mundial de Fútbol; pero, en verdad, la hemos levantado todos con él. Todos los que creemos que él se lo merecía más que nadie.