Escribe Alfieri Día Arias
Si me inicié en el tráfico de orates fue porque el de perros no otorgaba los réditos de antes. Quien me metió al negocio fue mi amigo Chamorrín. En ese entonces llevaba ya dos años de egresado y no tenía cómo recursearme. Fuera de techo y comida, mi familia me había cortado toda subvención y la calle estaba dura.
Aupado en su pickup, una vieja Datsun con la que repartía leche cuando sus padres tenían establo, recorríamos la ciudad con los ojos alertas al paso de los perros. El negocio era estacionario, pero dejaba buenos dividendos. Se iniciaba en agosto y se prolongaba durante septiembre y octubre. A veces, la ganancia podía durar hasta fin de año.
El primer cliente al que le vendimos perros fue un chihuahueño obeso que nos atendió mientras bebía un tequila de dudosa calidad. “Veinte soles por perro”, tasaba Chamorrín, estudiante de Farmacia y canchero en estos menesteres. “Pos no, güey, estos pinches perros son puro hueso y pellejo, y sarnosos encima”. “Así son pe’ los perros peruanos –alegaba el vendedor– deformes por haberse cruzado tanto”. De tanto tira y afloja, se quedaba finalmente en quince soles por can más un puñado de entradas de cortesía.
Por esos años arribaban a Trujillo unos diez o doce circos en promedio. Todos con tigres, leones y otras fieras carnívoras. Los administradores no tenían ningún reparo en adquirir la carne que mejor se ajustase a sus bolsillos. Carne de perro callejero, sin nombre y sin dueño. Podíamos dar caza hasta a noventa perros recorriendo las urbanizaciones y pueblos jóvenes. Prácticamente, limpiábamos la ciudad de quiltros y se hacía necesaria una veda para que las calles se volvieran a poblar.
Hubo un año en que no encontramos perros por ninguna parte. Por más que buscamos por los asentamientos humanos no nos dimos abasto para cubrir la demanda, por lo que a Chamorrín no se le ocurrió mejor idea que echarle guante a los perros de buena crianza.
Ese invierno levantamos en la camioneta a pastores, dálmatas, afganos, rottweillers, huskies y siberianos. Quienes nos dieron más problemas fueron los perros de origen asiático: los shih tzu y pekineses, que rematábamos por cinco soles. Yo no le di crédito a mi compañero cuando me advirtió que los perros orientales son neurasténicos. Un chow chow que cogimos en el parque grande de California me clavó los colmillos y casi me destroza la mano. Conservo aún en la palma las hondas cicatrices como recuerdo de las catorce ampollas antirrábicas que me inflamaron las nalgas.
Por esos años arribaban a Trujillo unos diez o doce circos en promedio. Todos con tigres, leones y otras fieras carnívoras. Los administradores no tenían ningún reparo en adquirir la carne que mejor se ajustase a sus bolsillos. Carne de perro callejero.
Apenas recuperado, volvimos a las andadas. Pero no había perros y los clientes se quejaban. Tuve entonces que hacerme tripas del corazón y sacrificar a Kill y Breno, los dobermann que cuidaban la casa hacía siete años y pusieron de duelo a mis padres y hermanos. Una lástima, pero chamba es chamba.
Ante esta eventualidad, Chamorrín tuvo la peregrina idea de criar perros en su casa. “No vaya a ser que el próximo año nos vuelva a coger con los pantalones abajo”, me advirtió. Echamos pluma: criar una centena de cachorros alimentándolos con papa y sobras de tanta pollería clandestina que hay en Trujillo no salía a cuenta. Testarudo, Chamorrín probó con cinco cachorritos callejeros; pero al percatarse de que el asunto no iba a ser tan rentable como pensaba no tuvo más remedio que soltarlos y rogar porque dentro de unos meses volvieran a caer en sus manos para recuperar algo de lo invertido.
Año tras año, la situación del país se estabilizaba y nuestro negocio parecía destinado al fracaso. Todo a causa del cambiante gusto trujillano, cada vez menos afecto a los espectáculos circenses. De la decena de circos que solía visitarnos en una temporada, el número descendió dramáticamente a cinco, luego a cuatro y, finalmente, el último año en que nos dedicamos al negocio, a solamente uno; el de los empresarios mexicanos que nunca faltaba.
Al llegar con la pickup cargada con cuatro perros para que el cliente los vaya tasando, nos dimos con la sorpresa de que el gordito chihuahueño ya no estaba al frente de la administración del circo. En su lugar, nos enfrentamos con una mujer robusta, de apellido italiano, quien nos atendió de mala manera. “¿Alimentar a mis animales con carne de perro?, ¡qué crimen espantoso!”, exclamó, amenazándonos con llamar al hombre forzudo para que nos endilgara una soberana paliza. Agregó luego que ella era vegetariana y que, desde que asumió las riendas del circo, había sometido a todos los animales a un régimen de alimentos envasados, ricos en proteínas y carbohidratos. “Señora, usted está yendo contra la naturaleza de esos animales”, intentó disuadirla Chamorrín. “¡Son carnívoros, necesitan carne!”. Pero no había modo de llevar la transacción a buen puerto. Ese día, el negocio fue declarado oficialmente muerto. “Ofrezcamos los perros a un camal o a una fábrica clandestina de embutidos” dije, sin demasiada convicción. “No, es tiempo de cambiar de rubro” propuso mi amigo. Acto seguido, me informó sobre su nuevo proyecto: el tráfico de locos callejeros.
La idea no dejó de sorprenderme. “¿Quién podría estar interesado en ellos?”, inquirí. Y él, sacando a manera de pista su viejo carnet universitario, me explicó que los potenciales clientes no tenían interés en comprarlos vivos; sino, más bien, muertos.
Cuando levantamos al primer loco de la calle yo todavía no estaba muy convencido. Lo llevamos a casa de Chamorrín y le servimos su última cena. Antes de que pudiera espabilarse, con una inyección le inoculamos una mezcla de tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio. Los pobres podían patalear un rato; pero minutos más, minutos menos, ahí se quedaban, tendidos en el piso. Luego de refregarles el cuerpo con Ace y pulitón los teníamos listos y desnudos para los clientes; quienes, como gallinazos, daban vueltas en sus automóviles alrededor de la manzana, esperando nuestra llamada.
El negocio, por tres largos años, fue bastante prolífico y arrojó muy buenos dividendos. Mi vida cambió radicalmente. Saqué una tarjeta dorada, compré un Toyota Yaris, dejé la casa de mis padres y me instalé en mi propio departamento. Tuve buena ropa, viajes, mujeres, todo un estilo de vida que nunca creí disfrutar. Cuando barrimos con todos los locos, tuvimos que recurrir a los indigentes y vagabundos. A veces los buscábamos en Chiclayo, Chimbote, Lima y otras ciudades.
Con la carestía de insumos, los precios se dispararon y había clientes que podían pagar hasta cinco mil dólares por cadáver. Un reconocido médico, propietario de una clínica privada, me contactó y ofreció pagarme ocho mil dólares si le conseguía un cuerpo para las prácticas de su menor hijo. Endeudado como me encontraba, no dudé en hacer posible este último encargo sin tomar las precauciones del caso, ya que llegó la policía y me atrapó en flagrante delito.
El juicio fue todo un escándalo de opinión pública y me condenaron a cadena perpetua. Mi abogado, sin embargo, asegura que por buen comportamiento quizá me suelten en veinte años. Ahora me dedico a la elaboración de cadenitas y pulseras con las chaquiras que una de mis hermanas me consigue de Chulucanas. Mi otra hermana, la que vive en Alemania, se encarga de comerciarlas y el negocio está generando buenos dividendos. Manos no me faltan para dedicarme a tiempo completo.
A veces pienso que debo agradecer a los vecinos por estar atentos a los alaridos de Chamorrín, rogándome que no cumpliera con ese último pedido.
*Alfieri Díaz Arias / Trujillo, 1971
Comunicador social. Cinéfilo y narrador.
Ha publicado los libros de relatos Entre alacranes (2009) y Crucificciones (2012).
Actualmente se desempeña como docente en la Universidad Nacional de Trujillo.
Mataperros es parte de la colección Cuento liberteño / Panorama actual 1, de Carlos Santa María